Por Rolando Garrido Romo
Hace unos días se cumplieron 14 años de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, que dejaron más de 3000 muertos.
A partir de esa fecha la maquinaria militar y propagandística de los Estados Unidos y sus principales aliados, así como buena parte de su economía, se enfocaron a una “Guerra contra el Terrorismo”, que hasta la fecha ha provocado la destrucción y el caos en el Medio Oriente (Afganistán, Irak, Siria, Yemen, Pakistán) y el Norte de Africa (Libia, Somalia, el Sinaí en Egipto), ya que el objetivo no sólo fue destruir a los supuestos autores de esos atentados (Al Qaeda), sino también a los que la cábala de neoconservadores que en ese momento dominaban al establecimiento político de Washington (Cheney, Rumsfeld, Perle, Feith, Wolfowitz, Abrahams, Kagan, etc.) habían definido como los patrocinadores del “terrorismo” en el mundo (los regímenes de Irán, Irak, Siria, Libia, Afganistán, además de Corea del Norte).
Así, lo que al principio se presentó como un contragolpe al recibido por parte de una organización terrorista que había nacido a instancias de las propias agencias de inteligencia de Estados Unidos y a la ayuda del gobierno norteamericano (Al Qaeda y su dirigente Osama Bin Laden se formaron a inicios de los años 80 del siglo pasado para combatir a los soviéticos, que habían invadido Afganistán, y fueron ayudados económica y militarmente por Estados Unidos y Arabia Saudita), se convirtió rápidamente en el pretexto para destruir los regímenes que los neoconservadores consideraban como enemigos de Estados Unidos y especialmente, como enemigos de Israel.
Claro que para darle una justificación ética a dicha política intervencionista, se invocó la necesidad de expandir la democracia en el Medio Oriente, lo que generaría una mayor estabilidad y bienestar para esa región. Pero esa promoción de la democracia a través de bombardeos y destrucción de sociedades completas, sólo iba dirigida contra los regímenes que no se habían subordinado a la hegemonía estadounidense-israelí, ya que si de expandir la democracia se tratara, también se debió bombardear y destruir las tiranías que están en el poder en Arabia Saudita, Egipto (entonces con Mubarak y ahora con Al Sisi), Kuwait, Emiratos Arabes Unidos, Qatar, Bahréin y Omán. El caso es que estos países (inventados por el colonialismo europeo) no son tocados, ni molestados por Occidente, a pesar de las múltiples violaciones a los derechos humanos que se cometen ahí; ni por el autoritarismo exacerbado que aplican las casas reales o los dictadores (en el caso de Egipto) sobre su población.
Y qué decir de Israel, que es un Estado donde se aplica la discriminación sobre la población no judía de manera oficial (en leyes, reglamentos, prácticas cotidianas), que viola constantemente las resoluciones de la ONU con respecto a los territorios ocupados palestinos y que realiza matanzas indiscriminadas contra dicha población, sin ser sancionado de ninguna forma práctica por la comunidad internacional.
Así, los atentados del 11 de septiembre han sido la justificación para llevar adelante una política de intervención militar de parte de Estados Unidos, Israel y en alguna medida sus aliados europeos y las monarquías autoritarias de Arabia y del Consejo de Cooperación del Golfo, con los siguientes objetivos:
1) Se reafirma la hegemonía política, militar y económica de Estados Unidos e Israel en Medio Oriente y el Norte de Africa, evitando así que algún otro poder regional (Irán o Turquía, por ejemplo), o extra regional (Rusia o China) puedan ponerla en peligro.
2) Se mantiene la ficción de que la principal amenaza para el mundo es “el terrorismo radical islámico” (ahí está la creación del Estado Islámico, BokoHaram en Nigeria, etc.), con lo que se justifica la presencia militar de Estados Unidos en todo el planeta (casi mil bases alrededor del mundo); la permanente destrucción de la sociedad palestina en Gaza y Cisjordania por parte de Israel (con su consecuencia que es el expansionismo territorial israelí); la explotación de los recursos naturales del área (principalmente petróleo y gas), por parte de las trasnacionales de Occidente, y el gasto militar creciente que beneficia al complejo militar-industrial-de seguridad de Estados Unidos, Israel y sus aliados (Gran Bretaña, Francia, Canadá y Australia, principalmente).
3) Se dicotomiza la política internacional entre los países que están contra el terrorismo y aquellos que no apoyan esta “guerra”, con lo que se plantea un conflicto artificial entre los que son aliados de Occidente y aquellos que se le oponen. Se eliminan los matices y sólo hay blanco o negro (“están con nosotros o están contra nosotros”).
4) Se mantiene a las sociedades de Occidente (Estados Unidos, Israel, Europa Occidental) “amenazadas” por este supuesto monstruo de mil cabezas que es el terrorismo, lo que justifica un Estado orwelliano en materia de seguridad, omniabarcante, intrusivo y abusivo, pues la seguridad se coloca por encima de los derechos humanos y las libertades civiles.
5) La continua preocupación por la seguridad, desplaza de las prioridades nacionales e internacionales, problemas más acuciantes para las sociedades del mundo como la desigualdad, la pobreza, la inequitativa distribución del ingreso, la destrucción del medio ambiente, etc. Con ello las clases dirigentes de Occidente pueden seguir difiriendo las soluciones de fondo, a estos problemas mundiales.
En suma, el 11 de septiembre (1), constituyó el inicio de una política deliberada de control militar y político, para asegurar la hegemonía estadounidense en el mundo y la de Israel en el Medio Oriente.
Sin embargo, no todas las piezas de este rompecabezas han quedado como la cábala de neoconservadores tenían planeado que sucediera, pues por ejemplo, a pesar de que el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha sostenido en términos generales estos objetivos, se negó a mantener la guerra permanente en Medio Oriente, y retiró tropas de Afganistán e Irak; se negó a bombardear al ejército sirio y ha logrado concretar un acuerdo con Irán sobre su programa de energía nuclear, que permite a este país evitar (al menos por un tiempo) las amenazas israelíes y de los neoconservadores que pretendían destruirlo, tal como hicieron con Irak, Libia y Afganistán.
Así también, Rusia no se ha retirado por completo de la región y sigue apoyando al régimen de Bashar el Assad que se niega a ser derrotado por esta misma coalición de Occidente, junto con las monarquías sunnitas que pretenden seguir ejerciendo su hegemonía en la región.
Si bien es cierto que existe una fuerte posibilidad de que la llegada de un presidente republicano a la Casa Blanca en 2017 pueda profundizar la política neoconservadora que ha llevado el caos deliberado y la destrucción a dicha región del mundo, también es posible que mientras eso sucede, Irán logre fortalecer su posición económica y política, con la implementación del acuerdo alcanzado con los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (más Alemania); y que la crisis de los refugiados que todas estas guerras, intervenciones y surgimiento de grupos radicales como el Estado Islámico, ha generado para el continente europeo, pueda obligar a los gobiernos de la Unión Europea a presionar por una salida pacífica al conflicto en Siria, con lo que los designios de los promotores de la guerra se verían obstaculizados.
Por ello, los próximos meses serán decisivos para saber en qué medida se ha podido detener la maquinaria de destrucción desatada desde Washington y Tel Aviv, y cómo los pueblos del Medio Oriente y Norte de Africa pueden evitar seguir en esta espiral de confrontación y muerte diseñada e impulsada a partir de los trágicos sucesos del 11 de septiembre del 2001.
(1) Más allá de que la teoría de la conspiración relativa a que 19 árabes con cutters pudieron secuestrar aviones comerciales, manejarlos como expertos (cuando sólo habían tomado clases de aviación por tres o cuatro meses en avionetas), burlar las medidas de seguridad de 16 agencias del gobierno de Estados Unidos -que no reaccionaron sino hasta que el último ataque terminó, y derrumbar las Torres Gemelas de Nueva York como si fuera una demolición controlada; resulta, por inverosímil, una burla al pueblo de Estados Unidos y al mundo.
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