por Vicky Peláez, en Sputnik en castellano
Desde el momento en que el Acuerdo de Paz entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia iba a ser firmado, las grandes mineras, los cocaleros y los paramilitares empezaron inmediatamente a moverse hacia las zonas de las Reservas Campesinas para ocupar el espacio que estaban por dejar las FARC.
“Más claro no canta un gallo”. (Refrán popular)
Igualmente, a medida que avanzaba el acuerdo aumentaba la violencia, tal como pronosticaron los habitantes de esos territorios que estuvieron durante 53 años bajo el control y protección de la guerrilla. Los violentos no eran ‘bandas criminales’, como aseguraba el Gobierno, sino las organizaciones paramilitares que nunca fueron erradicadas en su totalidad por el Estado que los había creado en 1990.
Según la Agencia Prensa Rural, desde la implementación del Acuerdo de Paz, en 26 Zonas Veredales de la geografía nacional que sirvieron para la concentración de los guerrilleros de las FARC, en proceso de desmovilización, se han registrado 24 asesinatos entre integrantes de la guerrilla y sus familiares. A eso se suman los homicidios de 187 líderes sociales, en su mayoría defensores de los derechos de las comunidades. También se han registrado unas 500 amenazas contra los activistas y líderes que habitan en las zonas donde actuaban las FARC.
El representante del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Colombia, Todd Howland, declaró que el Gobierno debe reconocer el paramilitarismo y brindar protección a los líderes sociales. Expresó también que tenía un miedo “muy grande de que la esperanza del Acuerdo de Paz no vaya a producir la No Repetición de las violaciones de derechos humanos para la gente que vive y ha vivido por décadas afectada por el conflicto, porque la realidad de la gente que vive en las áreas de influencia de las FARC, ya está cambiando, y no es para mejor”. Lo que le preocupa a Howland es el destino de dos millones de habitantes de estas zonas. Según el Alto Comisionado, el Gobierno debe interferir para que este segmento de la población no repita el destino de “los ocho millones de víctimas que existen en el país”.
Al abandonar los integrantes de las FARC las zonas tradicionales de influencia, el Estado no está llenando estos vacíos con su presencia, sino los está dejando irresponsablemente a merced de los productores de coca y de la minería ilegal, todos acompañados por el paramilitarismo. Las grandes corporaciones tampoco se quedan atrás. La corporación canadiense Continental Gold, la AngloGold Ashanti de Sudáfrica y la colombiana Carboandes S.A., entre muchas otras empresas, ya están entrando al municipio de La Vega, Cauca, para la extracción de oro en las Reservas Campesinas. Lo trágico ha sido que inmediatamente con su ingreso en la zona han aparecido ‘pintas’ de las que se suponía ya habían sido erradicadas y no existentes, según aseveraciones del Gobierno. Las Autodefensas Unidas de Colombia, por ejemplo, han declarado objetivo militar a “todos los sapos, colaboradores, guerrilleros y promotores de la consulta popular y a todo proceso campesino”. Ya son dos miembros de la Sección de Investigación Criminal (SIJIN) de la Policía Nacional de Colombia los asesinados en la zona que investigaban la minería ilegal.
El narcotráfico también está en proceso de expandirse a los nuevos territorios que estaban anteriormente bajo el control de las FARC. De acuerdo con The Wall Street Journal, la extensión de tierra para los cultivos de coca aumentó de 2016 a mayo 2017 en 43,3%. Lo interesante es que el famoso Plan Colombia, puesto en marcha por EEUU en 1999 y que ya ha costado al fisco norteamericano en los 18 años más de 10.000 millones de dólares, ha fracasado completamente respecto a uno de sus propósitos principales de erradicación de plantaciones de coca. De acuerdo al Informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes de 2002, la superficie de cultivo del arbusto de coca para 1999 abarcaba 160.000 hectáreas.
Después de los ‘exitosos’ 18 años de trabajo de ‘erradicación‘ en el marco del Plan Colombia, durante los cuales los aviones norteamericanos rociaron irresponsablemente sobre el ‘pulmón colombiano’ de nuestra Madre Tierra millones de litros del tóxico glifosato, The Wall Street Journal anunció recientemente que la superficie para cultivos de coca ha aumentado a 180.000 hectáreas. Lo que no explicaron los medios de comunicación globalizados ha sido que más de seis millones de colombianos fueron forzados de abandonar sus casas en las áreas afectadas. Actualmente, esta tierra está en manos de la agroindustria nacional y extranjera lista para expandirse a las zonas que estaban bajo el control de las FARC.
Sin embargo, cada expansión, como lo explicó el presidente de la Confederación de Juntas de Acción Comunal, Ceferino Mosquera, representa un peligro “porque quienes llegan a ocupar esos territorios que dejaron las FARC quieren hacerlo a sangre y fuego”. Esto significa que la vida de unos 45.000 líderes comunales del país está en permanente peligro. Dice Mosquera que “necesitamos que el Estado tenga presencia en el 100% del territorio”. Previamente, las FARC solían resolver todos los conflictos en los territorios bajo su control eficazmente a través del ‘consejo de seguridad’ encabezado por el comandante guerrillero de la zona, que “controlaba el hurto, mantenía normas de convivencia en la comunidad y, en general, garantizaba el funcionamiento de diferentes economías ilegales e informales”, de acuerdo a los especialistas en la materia Sergio Guarín y Patricia Bulla.
No cabe duda que un país, en el cual el 60% del territorio donde viven unos seis millones de habitantes no tiene un Estado bien consolidado, según los estudiosos Bulla y Guarín, existen todas las condiciones para el surgimiento de la violencia y la injusticia. Creado en el marzo pasado, el Sistema Integrado de la Seguridad Rural no tiene la experiencia, los especialistas y los recursos necesarios para combatir, por ejemplo, al Clan del Golfo conocido como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) al que se atribuyen muchos asesinatos después de la retirada de las FARC. La AGC es una organización narco paramilitar de más de 2.000 miembros, fuertemente armada, bien articulada y extremadamente violenta. A pesar de las varias detenciones efectuadas por la policía, esta organización sigue siendo considerada como la más peligrosa del país. La sigue otro grupo narco paramilitar, las Águilas Negras, que proviene también de las Autodefensas Unidas de Colombia.
En estas condiciones es muy lógico que los miembros de las FARC se están preocupando sobre su destino, sobre lo que pasará con ellos después de entregar al Gobierno 8.112 metralletas y pistolas, 1,3 millones de cartuchos, 22 toneladas de explosivos, 3.000 granadas y 1.000 minas y declarar tener 333 millones de dólares. Ellos están esperando el cumplimiento cabal de los Acuerdos de La Habana y, para comenzar, la aprobación por el Congreso de una amplia reforma política en la que están trabajando partidos, académicos y el Gobierno desde diciembre del 2016. Sin embargo, el Centro Democrático, encabezado por el tristemente célebre expresidente Álvaro Uribe; el Partido Conservador Colombiano, liderado por Andrés Pastrana, y el partido Cambio Radical, conducido por el representante de la derecha neoliberal, Germán Vargas Lleras, están obstruyendo este proceso en el Congreso.
No hay que olvidar que en el Congreso colombiano todavía existen nexos con los paramilitares desde la época del Gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010), igual como en el Consejo Nacional Electoral, la Registraduría Nacional del Estado Civil, la Sección Quinta del Consejo de Estado. De acuerdo al columnista de la revista colombiana Semana, León Valencia, “todas estas instituciones han sido organismos tutelados y amañados por los políticos, han sido espectadores inútiles de las irregularidades y de la corrupción”. Bajo su mando “se llevó a cabo la infiltración del narcotráfico en la campaña de Ernesto Samper que dio origen al famoso proceso 8000; se gestó el fenómeno de la parapolítica que terminó en la condena y la cárcel para 61 congresistas; se producen en elección tras elección el trasteo de votos y el fraude a lo largo y ancho del país; se cocinan los escándalos como el de la Odebrecht y su financiación a las más recientes campañas electorales”.
No será tarea fácil la incorporación del nuevo partido Fuerza Alternativa Revolucionaria de Colombia (FARC) a la vida política colombiana para abrir su propio camino político económico y promover su propia agenda después de celebrar su primer congreso el próximo 27 de agosto al que asistirán 1.200 delegados. Ya se están voceando las propuestas para que Iván Márquez, el negociador de paz de las FARC, encabece la lista por el nuevo partido al Senado y Pablo Catatumbo a la Cámara de Representantes. Según el Acuerdo de Paz, las FARC tendrán en el Congreso un mínimo de cinco curules en la Cámara Alta y otros cinco en la Cámara Baja.
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