Autor: Juan Manuel de Prada
(ABC, 21 de octubre de 2017)
Casi todos nuestros autores clásicos –con la excepción de Quevedo—muestran gran admiración por los catalanes, a quienes consideran «correspondencia grata de firmes amistades», según la célebre acuñación cervantina. Pero todos nos advierten que, si como amigos son los más fieles, como enemigos son los más implacables y acérrimos. El propio Cervantes, en su novela ejemplar “Las dos doncellas”, titula a Barcelona de «ejemplo de lealtad», pero también de «temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos». Y en el “Persiles” nos insiste que «los corteses catalanes», cuando están pacíficos son suaves, pero enojados resultan terribles. En la misma línea, Baltasar Gracián, en “El Criticón”, nos enseña que al amigo verdadero sólo se le puede hallar en Cataluña; pero añade que si «los catalanes saben ser amigos de sus amigos; también son malos para enemigos, bien se ve». Y Tirso de Molina, al referirse a Cataluña en “El bandolero”, vuelve a advertirnos que «la lealtad de esta nación, si en conservar sus privilegios es tenacísima, en servir a sus reyes es sin ejemplo extremada».
Desde que se desatase esta crisis catalana, he escuchado a muchos ignorantes y fanfarrones asegurar que los independentistas catalanes se acobardarían, en cuanto se les aplicase el artículo 155 de la Constitución. Quienes así dicen nada saben sobre los catalanes, que a lo largo de la Historia han probado muchas veces ser gente aguerrida y capaz de sacrificarse por la causa en la que creen: así lo hicieron, por ejemplo, en la francesada, probándose los más esforzados batalladores en el Bruch y resistiendo abnegadamente el asedio del enemigo en Gerona; así lo hicieron también en la Guerra de Sucesión y así lo hicieron los heroicos y jovencísimos “matiners” carlistas (por no hablar de los anarquistas catalanes, que fueron siempre los más valientes y feroces). Pero sucede que en España nadie lee a los clásicos, ni conoce su propia Historia; y así se explica tanto pichabravismo en la solicitud maniática de aplicar el artículo 155, que no va a ser la panacea al problema catalán. Yo más bien pienso que puede ser la ocasión en que probemos el reverso oscuro de la amistad catalana, esa enemistad acérrima, terrible, tenacísima sobre la que tan insistentemente nos advirtieron nuestros clásicos. Pues en esta ocasión la envenena, además, una causa turbia.
Los independentistas catalanes están ahora en el mismo estado de enconamiento del alma que Roque Guinart, el bandolero catalán del Quijote: «Persevero en este estado a despecho y pesar de lo que entiendo; y como un abismo llama a otro y un pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera, que no sólo las mías, pero las ajenas, tomo a mi cargo». La aplicación del artículo 155 no podrá ser, como pretende la memez de los que no han leído a nuestros clásicos, “quirúrgica”. Para aplicar cada medida que se decida las fuerzas del orden se van a tropezar con una multitud de mozos independistas dispuestos a que les quiebren las costillas (y, llegado el caso, también a quebrarlas) antes de ceder un paso. Mucho me temo que la aplicación del artículo 155 dotará a los independentistas catalanes de una mitología heroica de algaradas y resistencia numantina que les servirá para embellecer a los ojos del mundo su turbia causa, además de enardecerlos con abismales ansias de venganza, como al bandolero Guinart. Sólo deseo que Rajoy, que tal vez haya leído un poquito más a nuestros clásicos que los pichabravas que lo aturden, haya considerado estos extremos y actúe con prudencia. Y también que no olvide que el objetivo último, más importante aún que restaurar la legalidad, es restaurar la amistad de Cataluña.
Puigdemont y la traición
¿Que hoy llega la independencia? Si la política de Mariano Rajoy es,
dicho por él mismo, previsible, la que nos proporciona Carles
Puigdemont, en cambio, es sorprendente, inventiva, creativa, innovadora,
trepidante y personalísima. Un bombón para la prensa, por ende.
Naturalmente que no se puede comparar con la de cualquier otro primer
ministro europeo ya que Cataluña no es todavía la república que quiere
ser y el presidente de la Generalitat ha de espabilarse solito, debe
sudar la camiseta como cualquier aspirante, debe estirar más el brazo
que la manga y ser vivo para no quedar aplastado por el adversario
inclemente. Puigdemont es el príncipe valiente, el de Beukelaer, Carlos
de Astuto, Carlos el Temerario, Astérix y también una especie de Harry
Potter adulto. Nunca tendré suficientes elogios para valorarle como se
merece. Puigdemont es la pesadilla más indeseable de España, mucho más
terrible de lo que había sido Artur Mas, Pasqual Maragall o Jordi Pujol,
lo que confirma la sentencia popular que es siempre mejor malo conocido
que bueno por conocer. Cada nuevo presidente catalán, si exceptuamos al
intrascendente José Montilla, mejora a su predecesor. Ayer el
presidente Puigdemont se encarnó, sin darse importancia, sin previo
aviso, en un personaje fundamental de Jorge Luis Borges, en una especie
de Fergus Kilpatrick, el activista irlandés dispuesto a inmolarse para
que triunfara la revolución a costa de su propio descrédito. Arriesgó su
buen nombre e incluso la pervivencia política del PDeCat. Si algún
analista político, si algún responsable público tuviera alguna ligera
idea de lo que enseña el cuento de Borges titulado Tema del traidor y del héroe (Ficciones,
1944) habría podido llegar a la conclusión de que el suicida, de que el
traidor, de que el enemigo del pueblo puede ser a la vez el héroe,
puede ser también el más osado y el más valiente. Puede ser también el
más fiel servidor del pueblo buscando un camino poco trillado. Lo
pretendiera o no, lo que cuenta es que Carles Puigdemont nos mostró ayer
a todos, y sobre todo a su amigo personal Santi Vila, que España es
irreformable e intratable, que la opción de un entendimiento con Madrid
es una quimera, una superstición nacida de la negligencia, de la
venalidad o quizás del oscurantismo.
“La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda,
la república de Venecia, algún estado sudamericanos o balcánico…” dice
el texto de Borges al principio y no es abusivo pensar que también está
hablando de nosotros, con la barretina calada y quejicas, descontentos
en todo momento y pacíficos ciudadanos de Cataluña. Carles Puigdemont ha
conseguido llegar más lejos que ningún otro presidente que aspirara a
la libertad nacional de Cataluña, al reunir a todos los diversos actores
del independentismo y a todas las familias soberanistas sin distinción
de derechas e izquierdas, de intereses partidistas, sin ser demasiado
escrupuloso porque de lo que se trata es de sumar para realizar una
revuelta que sea históricamente definitiva, nítida y socialmente eficaz.
No tengo la más mínima duda de que si el líder independentista fuera
alguien tan coherente como Benet Salellas o Anna Gabriel, que si el
líder fuera Marta Rovira o Raül Romeva no habría estas sorpresas ni este
desasosiego, ni hallaríamos las enormes contradicciones que vivimos hoy
en el seno del movimiento soberanista. Cuanta más base social tiene un
movimiento más difícil es conducirlo. No tendríamos diputados
independentistas tibios ni moderados, no tendríamos dubitativos ni
cobardes, es cierto, pero también es evidente que entonces el
independentismo no pasaría del veinte por ciento del electorado, como
una fe pura e iluminadora, perfectamente cohesionada pero marginal y
utópica, como lo era en los tiempos épicos en que conversaba con mis
maestros Josep Soler-Vidal y Marc-Aureli Vila a comienzos de los
ochenta. Los dos me recordaban a propósito una entrevista que el
presidente Lluís Companys concedió a un diario inglés en plena guerra,
bien pudiera ser el Times de Londres. El entrevistador le
preguntó que cómo era que él, líder de ERC, un partido burgués, no
marxista, fuera aliado político de comunistas y de anarquistas en el
conflicto de España. Entonces como ahora la necesidad de unidad de toda
la sociedad catalana era la única posibilidad real de victoria ante el
fascismo. Los intereses de la pequeña y mediana burguesía coincidían con
los de las clases populares, para así poder defenderse de la avidez
insensata de los grandes capitalistas, vino a decir el presidente
Companys. Pues, eso, que estamos donde estábamos, entonces más o menos,
como ahora.
(Continuará)
Jordi Galves