Por Rolando Garrido Romo
Hoy parece más complicado que en épocas anteriores caracterizar a las políticas exterior y de seguridad/intervención (sería demasiado optimista llamarle “política de defensa”) de los Estados Unidos.
Quizás el mismo título de este artículo no contemple tampoco todas las posibilidades para intentar un acercamiento analítico a tema tan complejo.
Sin embargo, ante las graves consecuencias que al menos en los últimos 25 años han tenido las decisiones (o no decisiones) de la élite político-militar de la superpotencia en el resto del mundo, vale la pena hacer el intento.
La “Bipolaridad”
Cuando incluí el término “bipolaridad” en el título, no estaba pensando precisamente en la bipolaridad Este-Oeste de la Guerra Fría, sino más bien en el trastorno bipolar que afecta a jóvenes y adolescentes desde temprana edad y que se prolonga por el resto de su vida, generando el riesgo de suicidio, si no es tratado a tiempo con medicamentos.
La Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos, a través de su servicio en línea Medline Plus (nlm.nih.gov) define así este trastorno:
“Es una afección en la cual una persona tiene períodos de depresión y períodos en los que está extremadamente feliz o malhumorado o irritable. Además de estos altibajos en el estado anímico, la persona también tiene cambios extremos en la actividad y los niveles de energía.”
Sobre las causas, señala lo siguiente:
“En la mayoría de las personas con trastorno bipolar, no hay una causa clara para los períodos (episodios) de extrema felicidad y mucha actividad o energía (manías) o de depresión y baja actividad o energía (depresión)”.
“..Los episodios de depresión son más frecuentes que los episodios de manía. El patrón no es el mismo en todas las personas con trastorno bipolar:
- Los síntomas de depresión y manía pueden ocurrir juntos, lo cual se llama estado mixto.
- Los síntomas también pueden ocurrir inmediatamente uno después de otro, lo cual se denomina un ciclo rápido. “
Después de observar lo que ha sucedido en la política exterior y de seguridad/intervención de Estados Unidos en las últimas dos décadas, pareciera que sufre de “trastorno bipolar”, o si no al menos de “pulsiones bipolares”.
Y es que si tomamos en cuenta lo que sucedió después de la caída de la URSS en 1991, y de la Primera Guerra del Golfo en la que Estados Unidos obligó a Saddam Hussein a retirarse de Kuwait, se podría afirmar que las élites estadounidenses entraron en un período (episodio dirían los médicos) de extrema felicidad (“el fin de la historia”, “el triunfo de la democracia y el libre mercado”, etc.).
Sin embargo en 1991 comenzaba la atroz guerra civil en Ruanda, con la represión generalizada y las atrocidades de los hutus contra los tutsis y la respuesta de estos con su guerra de guerrillas; y para 1992 se iniciaban las guerras en los Balcanes con su secuela de muerte y destrucción (por parte de los diferentes bandos que participaron y después por parte de la OTAN).
En 1992-3 vendría la fracasada intervención de Estados Unidos en Somalia, con la debacle para la moral de las tropas de Estados Unidos que significó el evento conocido como “la caída del Black Hawk”.
Así que Estados Unidos habría experimentado al mismo tiempo un estado de euforia y otro si no de depresión, al menos de baja actividad y energía. Quizás en los primeros 3 ó 4 años de la última década del siglo pasado, las élites de ese país se encontraron con un “estado mixto” (síntomas de depresión y manía juntos).
Pero el repunte de la economía de Estados Unidos durante la administración de Bill Clinton, la firma de los acuerdos de Oslo entre los palestinos e Israel (1991-1993) y el fin de una parte de las guerras en los Balcanes a finales de los años noventa, abrieron un período de relativo optimismo en Estados Unidos (aunque los atentados que se atribuyó Al Qaeda en las embajadas de Estados Unidos en Tanzania y Kenia en 1998, y antes los atentados al WTC de Nueva York en 1993 y al edificio Alfred P. Murrah en Oklahoma en 1995, señalaban el inicio del terrorismo en su fase aguda).
En el 2000 la muy polémica elección de George Bush a la presidencia, seguida por los atentados del 11 de septiembre del 2001 y la crisis de las empresas punto com, llevaron a una nueva depresión a la élite político-militar estadounidense; que compensó rápidamente con otro período de verdadera euforia y energía renovada iniciando intervenciones militares en Afganistán y en Irak (un ciclo rápido).
Con el estancamiento de la situación militar en Irak y Afganistán y los reveses de las fuerzas de ocupación durante el segundo período Bush, Estados Unidos entró a una etapa de baja energía y en muchos sentidos de depresión, agudizada por la macro crisis financiera del 2008-9, que significó la llegada de los demócratas a la Casa Blanca.
Con Barack Obama en la presidencia se inicia un nuevo período de actividad que se caracteriza por intentar la recuperación económica de Estados Unidos y una iniciativa para transformar el Medio Oriente a través del impulso a cambios políticos internos en los países árabes y musulmanes de la región, que desembocará en la llamada “Primavera árabe” del 2011, y en una fase (breve) de optimismo renovado.
Pero la guerra civil en Siria, el golpe de estado contra Mohammed Morsi en Egipto (después de la salida del dictador Mubarak); la guerra de facciones desatada en Libia a la caída de Gaddaffi; las continuas intervenciones armadas de Israel en Gaza, con sus masivas violaciones a los derechos humanos; la descomposición de Irak; la permanencia del conflicto y el desorden en Afganistán; la guerra civil en Yemen; los ataques de grupos fundamentalistas islámicos en Nigeria, Somalia, Kenia; el surgimiento de ese engendro propiciado por Arabia Saudita, las petromonarquías del Golfo, Estados Unidos, Israel, Gran Bretaña y Francia, denominado Estado Islámico; y las desavenencias entre Estados Unidos e Israel por el programa nuclear civil de Irán, han llevado a las élites estadounidenses a un nuevo período depresivo.
La posibilidad de que la administración Obama logre un acuerdo con Irán sobre su programa nuclear, así como la reanudación de relaciones diplomáticas con Cuba, después de 54 años, han generado una visión relativamente optimista en algunos círculos de poder norteamericanos, mientras que en otros (los más cercanos a Israel y a los neoconservadores), se presenta el sentimiento opuesto, de frustración, irritabilidad y enojo; por lo que podríamos decir que las élites del vecino país se encuentran ahora en un “estado mixto”.
Evidentemente es muy difícil acoplar los términos y la “sintomatología” de una enfermedad, con el desarrollo, las decisiones y las consecuencias que en un determinado período histórico tiene la política exterior, militar y de seguridad de la superpotencia de la época.
No es precisamente el mejor modelo para analizar dichas políticas, pero no deja de llamar la atención cómo los tomadores de decisión de Estados Unidos -al menos eso pareciera, desde afuera- entran en dichos estados “eufóricos” o “depresivos”, según las diferentes consecuencias que van enfrentando a las acciones que realizan. Y ello no deja de ser perturbador, pues en ocasiones da la impresión de que no existe un verdadero plan, una estrategia a seguir, sino que siguen un patrón de optimismo-pesimismo más ligado a percepciones, estados de ánimo y niveles de actividad y energía, que a serios, claros y profundos análisis de las situaciones a las que se enfrentan.
La Contención
Fue George Kennan, que trabajaba en la embajada de Estados Unidos en Moscú quien planteó por primera vez esta estrategia (en un “memorando” en 1946 y después en un artículo en la revista Foreign Affairs de julio de 1947), que propugnaba por una contención “larga, firme y vigilante de las tendencias expansionistas de la URSS”.
La manera de hacerlo era aplicando “contra fuerza” en una serie de cambiantes “puntos” políticos y geográficos, correspondientes a los cambios y “maniobras” que realizaran los soviéticos, promoviendo a la vez tendencias que eventualmente provocaran el “rompimiento” o la disolución de la URSS.
La estrategia de la contención probó ser eficaz para Estados Unidos, aunque muy costosa para el resto del planeta, ya que cualquier apoyo o acción que realizaba la URSS en distintas partes del mundo, era inmediatamente contra restada por los Estados Unidos, lo que implicó que los cinco continentes se convirtieran en el tablero de ajedrez de las superpotencias y en un juego mundial de suma cero, donde lo que ganaba una inmediatamente se interpretaba como pérdida para la otra.
Ahora bien, la contención es una estrategia muy ligada a la escuela “realista” de las Relaciones Internacionales, cuyos principales exponentes hoy en Estados Unidos podrían ser Stephen Walt y John Mearsheimer, profesores de las universidades de Harvard y Chicago, respectivamente.
Por ejemplo, Walt ha propugnado en numerosas ocasiones en sus artículos de la revista Foreign Policy, que la mejor manera de enfrentar los retos de un Irán que pudiera ambicionar bombas atómicas, o del surgimiento de China como superpotencia, es utilizando la contención; esto es, una serie de medidas políticas, económicas y militares (sin llegar a la utilización del poder militar), para demostrarles que Estados Unidos está resuelto a detener cualquier intento que ponga en peligro su hegemonía o su presencia en ciertas regiones del planeta, o que pueda poner en riesgo la seguridad de sus aliados en dichas regiones.
A diferencia de los neoconservadores que impulsan políticas de fuerza en todo el mundo, poniendo por delante el poder militar de Estados Unidos, los realistas prefieren aplicar una combinación de políticas disuasivas y cooperativas para contener las ambiciones o potenciales amenazas de otras potencias.
Tal pareciera ser la opción que la administración Obama ha tomado en el caso iraní, y también en el chino, pues en ambas situaciones ha preferido iniciar políticas de presión (el garrote), pero también de cooperación (la zanahoria), con ambos países con objeto de limitar sus ambiciones regionales (y en el caso de China, multirregionales), sin descartar el uso de la fuerza militar, pero sólo como último recurso; a diferencia de los neoconservadores (e incluso de los demócratas inclinados al intervencionismo “humanitario”), que han privilegiado el uso de la fuerza en sus relaciones con países considerados como competidores, enemigos o incluso no lo suficientemente cooperativos con Washington.
Podría argüirse también que al interior de la administración Obama aún está la lucha entre “realistas” y neoconservadores sobre el caso de Rusia.
Para los segundos la única forma de evitar que Moscú mantenga y haga crecer su status de potencia regional, y especialmente evitar que se convierta en el enlace entre la Unión Europea y China, alejando así a Europa de la hegemonía estadounidense, es armando y lanzando contra Moscú a la mayor cantidad de países colindantes o cercanos a Rusia, empezando con Ucrania, para así encerrar a Rusia en su territorio y una vez logrado esto, iniciar las maniobras de desestabilización necesarias para lograr un “cambio de régimen” en Moscú, que le permita a los Estados Unidos explotar nuevamente a placer las riquezas naturales y a la población rusa, tal como sucedió durante el nefasto gobierno del dipsómano Boris Yeltsin.
En cambio los realistas están buscando contener a Rusia, fortaleciendo económicamente y apoyando militarmente a los países que anteriormente formaban parte de la órbita soviética, para así limitar la influencia rusa; pero sin llegar a forzar guerras contra Moscú que bien podrían salirse de control y afectar a aliados clave de Washington como los países de Europa Occidental y del Sur, y aliados del Medio Oriente que colindan con los rusos.
También dentro del bagaje teórico del “realismo”, y quizás como su más emblemática contribución está la famosa teoría del “equilibrio del poder”, cuyo objetivo primordial es evitar que una sola potencia domine una región determinada o el planeta, por lo que se generan “contrapesos”, ya sea a través de coaliciones o apoyando a una potencia que balancee a la potencia dominante.
Fue el Imperio Británico el que supo desarrollar el “equilibrio de poder” de manera más plena en Europa durante el s.XIX, apoyando siempre a aquéllas potencias más débiles para contrapesar a la más fuerte en el continente.
Y fueron Hans Morgenthau y Raymond Aron los que en la posguerra (Segunda Guerra Mundial) definieron a la política exterior como una política de poder, en donde todos los actores estatales, al buscar maximizar su poder, provocan un equilibrio del mismo (se impide a un Estado la acumulación de fuerzas similares o superiores a las de sus rivales o aliados).
Para algunos analistas (como por ejemplo George Friedman de la consultora Stratfor, vinculada a los servicios de inteligencia israelís y estadounidenses), lo que está haciendo ahora Estados Unidos en el Medio Oriente es una clásica estrategia de “equilibrio de poder”, pues mientras por un lado apoya a Arabia Saudita, las petromonaquías del Golfo, Egipto e Israel en diversos conflictos regionales (contra los houthis en Yemen, contra la Hermandad Musulmana en Egipto; contra el régimen de Bashar el Assad en Siria; contra los chiítas en Bahrein; contra Hamas en Gaza y Hezbollah en Líbano); por otro lado se coordina (a través del gobierno iraquí) con Irán para combatir al Estado Islámico en Iraq y apoya indirectamente el combate del régimen sirio contra los fundamentalistas islámicos en ese país; así también, apoya el logro de un acuerdo con Teherán en materia nuclear, a pesar de la oposición de Israel, Arabia Saudita y las petromonarquías del Golfo.
De esa forma, Washington estaría evitando que Irán, Arabia, Israel, Egipto o en su caso Turquía dominen la región, y por el contrario contraponiéndolas unas a otras, logra evitar la hegemonía de una sola de ellas, a la vez que todas se ven obligadas a mantener relaciones de alianza y/o cooperación con Estados Unidos, como el vértice de la región.
Se puede o no estar de acuerdo con esta visión, ya que para otros analistas la política de Estados Unidos en el Medio Oriente no tendría que ver nada con el “equilibrio del poder”, sino más bien con la promoción deliberada del caos.
El Caos
Esta explicación (Luciana Bohne, Counterpunch, Febrero 20-22 2015) sostiene que el verdadero interés de Estados Unidos y de su aliado Israel en el Medio Oriente y en el resto del mundo, es utilizar su poderío militar para generar caos y enfrentamiento en diversas regiones del mundo, que permita detener la consistente caída de la economía de Estados Unidos y el consecuente fortalecimiento de los países que compiten con ella, tales como China, Rusia, India, Brasil y la misma Unión Europea (a pesar de su crisis profunda).
Según esta hipótesis, el objetivo es generar caos y destrucción en los países que compiten con Estados Unidos e Israel en sus respectivos ámbitos hegemónicos (mundial y regional). El mejor ejemplo sería la serie de guerras e intervenciones que se han producido en los últimos quince años en el Medio Oriente, que han destruido a Irak, Libia, Afganistán, Siria, Yemen, y que mantienen en permanente conflicto a Egipto o Líbano.
Todo ello favorecería a Israel que puede llevar a cabo sin interferencias sus incursiones genocidas en Gaza, seguir apropiándose del territorio palestino y dividir a los países musulmanes que antes consideraban a Israel como su mayor amenaza, mientras que ahora sunnitas y chíitas se combaten entre sí en toda la región; y aún más, una coalición de estados sunníes está combatiendo a los grupos aliados (supuestos o reales) de Irán en la región, con lo que Israel puede contener y atacar al que considera su principal competidor por la hegemonía regional, el régimen de Teherán.
Por su parte Estados Unidos ejerce presiones económicas y militares sobre Rusia y China en sus entornos inmediatos, con el objeto de disminuir su capacidad de proyectar poder político, económico y militar en sus regiones y más allá, con lo que Estados Unidos gana tiempo para recuperar su posición hegemónica, sin importar que su apoyo a diversos grupos opositores en distintos países puedan generar enfrentamientos, guerras civiles o caos (caso de Ucrania), pues el objetivo no es apoyar a esos países, sino crearles problemas en su entorno inmediato a las potencias que considera sus principales competidoras.
Igual se podría argumentar que las élites político-militares de Estados Unidos, que claramente no están unificadas para aplicar una estrategia dominante ante los diversos retos que enfrentan a su hegemonía en todo el mundo, aplican en algunas regiones o conflictos el “realismo”, mientras que en otros casos son los neoconservadores los que llevan la mano. Y en todos los casos están presentes continuamente esas “pulsiones bipolares”, que parecen caracterizar la toma de decisiones en la política exterior y de seguridad/intervención de los Estados Unidos.
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