Aunque en las últimas semanas el gobierno de los Estados Unidos estuvo sigiloso a la hora de hablar sobre el tema Venezuela, arguyendo que apoyarían unas elecciones “justas y libres” que supondrían el fin de Nicolás Maduro y su administración en el poder ejecutivo, devino una nueva ofensiva para comenzar el año 2020 con la mayor beligerancia posible, en un contexto pésimo para el proyecto Guaidó a lo interno de Venezuela.
En la cumbre antiterrorista instalada en Bogotá, capital colombiana, en días recientes significó el afianzamiento en la continuación del giro argumentativo con el que se empezó a calificar al gobierno chavista el año pasado: el de Empresa Criminal Conjunta Bolivariana.
Dicho expediente involucra a factores irregulares como el Ejército Nacional de Liberación (ELN) de Colombia y la rama militar del Hezbolá libanés en una trama de nexos con el gobierno venezolano para el tráfico ilícito de drogas y la legitimación de capitales, alegando falsos reportes, o por lo menos claramente sesgados y sin ninguna rigurosidad investigativa, lleno de supuestos afirmados.
No sorprende el calificativo de “criminal” a la propia figura del presidente venezolano, dado el contexto de desesperación en que se halla el antichavismo estadounidense por concretar el ansiado cambio de régimen en nuestro país.
Bajo esta urgencia deben leerse las últimas declaraciones de Mike Pompeo, quien anunció que ha conversado con el gobierno de Venezuela para presionar por las denomiandas “elecciones libres”.
Básicamente, Washington habría estado exigiendo continuamente al presidente venezolano su renuncia vía conversaciones detrás de la cortina, petición absurda tomando en cuenta que Maduro ganó las elecciones presidenciales de 2018 como dicta la Constitución de la República Bolivariana.
De esta manera, cada parte permanece inamovible en su postura correspondiente. Por ello, el máximo diplomático de los Estados Unidos habla de “derrocamiento” sin adjetivos. Es el fin de las formas habituales, en el que expresiones como las de Pompeo resultan “lógicas”, “razonables”, para la misma Administración Trump, aunque a los ojos del campo diplomático y político en general sean un exabrupto.
BORGES DA (PELIGROSAS) LUCES A LAS DECLARACIONES DE POMPEO
En Bogotá, durante una rueda de prensa, Pompeo fue consultado por la estrategia que lleva a cabo Washington para el “derrocamiento”, ya que para muchos es considerada un “fracaso”. Sin embargo, al menos nominalmente, el jefe de la diplomacia estadounidense aseguró que estaba en marcha.
“¿Sabe? Lo que yo escucho es que la estrategia está funcionando”, dijo, y agregó que las sanciones unilaterales y coercitivas contra Venezuela están haciendo que al gobierno de Maduro se la haga “más difícil que pueda hacerle daño al pueblo venezolano”.
Gracias a informes, reportes y trabajos de investigación hechos por el Estado venezolano como por entes independientes, sabemos que tal afirmación es una falacia indiscutible, solo repetida por quienes están circunscritos o apoyan desde la ciudadanía la narrativa que pretende justificar una írrita intervención promovida por los Estados Unidos.
Pero podemos ir más allá en el análisis de su discurso, tomando en cuenta el reperfilamiento de la bandera del terrorismo (el objetivo en Bogotá), para aplicar una operación de fuerza contra el presidente Nicolás Maduro que implique su inmediato derrocamiento.
Julio Borges infirió desde Colombia que dicho derrocamiento pudiera consistir en un nuevo intento de magnicidio: “Estamos construyendo toda la fuerza para lograr vencer y eliminar para siempre el terrorismo en Venezuela que hoy se llama Nicolás Maduro”.
No sería, entonces, la primera vez que dicha estrategia de derrocamiento a través del uso de la fuerza o el magnicidio se intentara contra presidente alguno durante la era de la Revolución Bolivariana. En 2018, luego de dos golpes suaves fallidos (2014 y 2017), con el uso de drones y el auspicio del gobierno colombiano (de Juan Manuel Santos), la carta del asesinato político del Presidente y altos dirigentes del Gobierno fue un punto de quiebre en la consecución de estrategias irregulares para lograr el cambio de régimen en Venezuela.
Tomando en cuenta que el gobierno de los Estados Unidos ha tomado medidas de este tipo para lograr el derrocamiento de mandatarios en la región (recordemos las invasiones de Granada -1983- y Panamá -1989-), pero también en África (el más reciente: Libia en 2011), calificando de “criminales” y “subversivos” a ciertos gobiernos para instrumentar su justificación militar, puede abrirse un escenario en el que el involucramiento de Washington en una estrategia similar para Venezuela se intente concretar.
Por lo pronto, sabemos de antemano que la consecución de elecciones presidenciales según las exigencias del Norte no tendrá cabida en la agenda política venezolana. Por lo que no le queda más recursos a Pompeo & Cía, dado el rotundo fracaso del proyecto Guaidó, que usar las opciones de fuerza que tanto anhelan los sectores más extremistas de la derecha fuera y dentro de Venezuela.
Eso si están realmente convencidos de un pronto y rápido derrocamiento del chavismo. Lo que también podría ser un bluff de Pompeo para asistir con respiración artificial a una dirigencia opositora que prácticamente ha perdido todo su capital político en el país y busca resurgir en el exterior.
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