“Reza como si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti”.
San Agustín de Hipona.
Crisis económica, crisis moral.
Hay preguntas que parecen de fácil respuesta, desde un punto de vista ético. ¿Qué podemos y qué debemos producir?, ¿cómo se tiene que producir?, ¿cuál es el sistema más justo y eficiente para ello? y sobre todo ¿qué necesidades se deben cubrir?, ¿cuáles son básicas y cuáles accesorias?. La llamada “sostenibilidad económica y medioambiental”, en numerosas ocasiones promocionada por las mismas grandes corporaciones multinacionales, da una contestación automática: cambiar el continente del sistema pero sin cambiar el contenido. Un Mercado desenfrenado y un Estado sin frenos, dejan todas estas cuestiones, exclusivamente, en manos de la mercadotecnia del consumo y de la recaudación fiscal.
Pero más allá de tendencias de moda, de campañas mediáticas que nos permiten “salvar el mundo” desde nuestro ordenador (a golpe de clic) y desde nuestro sillón (sin implicación comunitaria), estas preguntas necesitan respuestas profundas y trascendentes, que ahonden en el núcleo de la reflexión de la ciencia económica y de la actividad productiva, y propugnen medios comprobados y reales a la hora de resolver su aplicación práctica en la vida de millones de ciudadanos al borde de la exclusión y en la supervivencia de grandes áreas de nuestro patrimonio natural.
El desempleo se hace crónico, especialmente en colectivos y sectores de edad “descartados”; las familias se rompen ante la proliferación de formas de vivir individualistas perfectas para las exigencias consumistas del “usar y tirar”; las condiciones de trabajo (tanto en salario como en horarios) empeoran ante la competencia por vender a toda costa; la pobreza se enquista en clases sociales antes supuestamente protegidas; grandes migraciones de refugiados y pobres del neocolonizado “Tercer Mundo” buscan pan y consuelo en tierras lejanas y adoradas; la naturaleza sufre una agresión sin precedentes, solo mitigada por ciertas acciones “eco-burguesas”. Algunos signos de la nueva Cuestión del siglo XXI, el “desarrollo humano integral”; paradigma que nos aporta las claves para entender la interrelación entre crisis económica (no siempre puntual) y crisis moral (no un fallo personal).
Un paradigma que apuesta, en suma, por comprender y fomentar una serie de fenómenos político-sociales de radical actualidad, que muestran la viabilidad y oportunidad de vías alternativas de producción y consumo, “para todo el hombre y para todos los hombres”, de naturaleza comunitaria. Definidos de manera general como Economía social, constituyen una respuesta urgente y fiable ante las demandas ciudadanas de una “economía verdaderamente humana”; en especial en un contexto de crisis mundial como el que vivimos, con efectos locales y personales tan profundos. Ahora bien, esta actualidad de la Economía social no nace de un mero “descubrimiento” teórico, sobre sus posibilidades en el seno de los procesos económicos eficientes; surge, fundamentalmente, ante dramas humanos tan cercanos y tan crecientes, antes necesidades vitales cada vez menos cubiertas, y ante riesgos medioambientales de impacto directo. Y la razón es, fundamentalmente, la crisis moral inscrita en la tan mediática crisis social y económica contemporánea, en esa pugna casi fratricida entre el “ser y tener” anunciada por Erich Fromm.
Porque toda crisis socio-económica es una crisis de valores. El presente horizonte histórico lo demuestra. El éxito rápido, inmediato; la generación de riqueza a toda costa; el derroche sin límites; la competencia feroz y desleal; el fraude y la corrupción en el reparto de la riqueza; éstos son algunos de los valores que imperan en amplios sectores del mundo de la economía y de la empresa, y que asumen las modas ciudadanas al uso, reflejo, consecuente, de una sociedad presidida por el triunfo del individualismo existencial, hipersexualizado e hiperconsumista, donde la solidaridad y la comunidad se sitúan como lastres para el progreso humano. Y valores que explican, en gran medida el colapso del Mercado y la impotencia del Estado a la hora de atender, en muchos momentos, unas necesidades humanas básicas, que el Estado del Bienestar prometía constitucionalmente “para siempre”, y que nos cuidaba de la “cuna a la tumba” (Lord Beveridge).
La función social de la economía.
La Economía social devuelve a la producción y al consumo a sus verdaderas funciones morales (el respeto) y comunitarias (la colaboración). En primer lugar fomentando y difundiendo una fraternidad cooperativa de largo alcance; en segundo lugar creando empleo suficiente, digno y estable desde una capacidad de adaptación característica a sus formas organizativas; y en tercer lugar humanizando, y limitando responsablemente, la producción y el consumo de bienes y servicios. La economía, pues, a la medida y al servicio del hombre, donde lo pequeño pueda ser hermoso (EF. Schumacher).
Las cooperativas y las empresas de inserción social, el llamado Tercer sector, o las tradicionales empresas de base familiar, pequeñas y medianas, nos enseñan una economía competitiva y solidaria, innovadora y responsable, humana y humanizadora. Éstos son, posiblemente, sus principales rasgos de identidad. Apostar por este modelo significa, desde el punto de vista económico, creer en la participación activa, y en condiciones de igualdad, de todos los hombres y comunidades en el proceso económico; desde el punto de vista social supone la evolución hacia grupos interrelacionados, solidarios y con buen nivel de formación; desde el punto de vista cultural conlleva volver a situar a la Familia y a las comunidades naturales como actores protagonistas de la socialización humana; y desde una dimensión moral da sentido al objetivo de reencontrar una sociedad de esperanzas y proyectos, de beneficios y pérdidas, de solidaridad y apoyos mutuos; donde el espacio social efectivo y el dominado (como planteó Ernst Fortshoff) se den la mano.
Reivindicar la Economía social nos hace tomar partido: relacionar el moderno sistema liberal-capitalista y los valores cooperativos enraizados en nuestra tradición, aunando la responsabilidad que deberían acarrear los derechos sociales y la libertad creadora de cada individuo. Pero sobre todo, trabajar para proyectar esta combinación a través de pequeñas obras, de familias emprendedoras, de ideas fraternales, de ideas productivas, de usos sostenibles. Una “moralización de la economía”, al estilo de Gustav Schmoller.
Una solidaridad social, en muchas ocasiones olvidada, que se integra, no sin obstáculos burocráticos o monopolísticos, plenamente en el Mercado a través de la Economía social; mediante formas productivas y laborales insertas en el seno de propia sociedad civil, movidas por principios distintos al del mero beneficio pero sin renunciar a producir valor económico: organizaciones cooperativas de producción y consumo, empresas de integración social, entidades sin ánimo de lucro, iniciativas de asociación comunitaria, etc., que dan trabajo al excluido, que integran al olvidado, que responsabilizan a los trabajadores, que piensan en el medio natural, que reparten el éxito y el fracaso, que dan lo que uno merece y ayudan a lo que uno necesita.
Las claves de la Economía social.
La Economía Social constituye, así, el conjunto de actividades económicas y empresariales, que persiguen: el interés colectivo de sus integrantes y/o el interés general económico o social. Sus principios constitutivos nos remiten al papel esencial de la ciudadanía en su gestación; a una finalidad social integradora y redistributiva; a una gestión participativa, descentralizada, autónoma y transparente; a la aplicación de los resultados en función del trabajo aportado o los servicios prestados; a la labor de creación de puestos de trabajos estables y de calidad; a la función de integración de personas en situación o riesgo de exclusión social; el fomento de solidaridad; y al compromiso e interrelación con el desarrollo local. En cuanto a la tipología de las entidades propias de la Economía Social, podemos encontrar a las asociaciones, las cooperativas, las mutualidades, las sociedades Laborales, los Centros Especiales de Empleo, las empresas de inserción, o las fundaciones.
Estas instituciones de la Economía Social demuestran, en sus cifras de empleo y en su capacidad de adaptación, la posibilidad de un tipo de actividad empresarial ligada a las exigencias propias de la Política social, aunando el beneficio económico y la responsabilidad colectiva. Su notorio y creciente impacto socioeconómico, cualitativo (integración) y cuantitativo (monetario), tanto en Europa como en América latina, subraya, en primer lugar, una formación continua para el empleo (en especial para la integración social); en segundo lugar la sostenibilidad económica (mediante su participación en la ejecución de las prestaciones públicas); y en tercer lugar, la generación de empleo comunitario suficiente y sostenible (a través de la implicación directa del trabajador).
La responsabilidad social.
Los hechos conllevan responsabilidades, como es obvio. La Economía social pone de nuevo, en el debate público, la “responsabilidad” colectiva inherente a nuestros actos de producir y de consumir, a la exigencia de derechos y a la demanda de recursos. Implica, por tanto, una nueva forma de entender la empresa: sostenibilidad de la misma a largo plazo, vinculación con la comunidad, respeto escrupuloso de los derechos laborales, preocupación medioambiental, obras sociales comprometidas, y sobre todo, recuperación del significado humano de la actividad productiva (creación de riqueza para la sociedad).
Por ello, la Política social debe seguir atendiendo, prioritariamente, la relación entre empresa y ética que supone la Economía social. La mejor Política social se vuelve a demostrar, siempre, a través de una mejor política laboral, empresarial, económica. En primer lugar, desde el fomento de las empresas sociales destinadas al beneficio (profit) y de las organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) vinculadas a la Justicia, el Bienestar y el Orden social. Y en segundo lugar, mediante una economía de utilidad social, un “tercer sector” que implica al sector privado y público, y supone la potenciación de las empresas capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de humanización económica. Caritas in Veritate al hacer y al querer tener: no hay caridad (el bienestar) sin verdad (el hombre).
En 1844, un grupo de trabajadores ingleses fundaban la primera cooperativa de carácter legal en Rochdale; con esa experiencia demostraban que la Revolución industrial no había destruido, totalmente, la herencia laboral comunitaria. La Economía social responde de nuevo, en la era digital y global actual, a las preguntas iniciales, preguntas que los primeros cooperativistas modernos no dudaron en responder con obras, con solidaridad.
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