por Bruno Sgarzini, en Misión Verdad
14 de junio de 2017. La fiscal general Luisa Ortega Díaz pide un antejuicio de mérito contra ocho magistrados de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) por supuestamente estar involucrados en violación a la Constitución.
El expediente judicial en el que hace este pedido tiene 339 páginas, muchas de las cuales se encuentran soportadas en las denuncias que hicieran 16 dirigentes de oposición y abogados de la Mesa de Unidad Democrática (MUD), de acuerdo a la filtración que hiciese el periodista Eligio Rojas del diario Últimas Noticias.
Siete de los ocho magistrados acusados por la Fiscal, además, han sido sancionados por Estados Unidos bajo los mismos argumentos, entre los que se encuentra el recurrente fallo 156 relacionado a la luz verde dado por el TSJ a un acuerdo petrolero realizado entre Pdvsa y Rosneft, sin pasar por la Asamblea Nacional (AN) por estar en desacato.
Según Ortega Díaz, “sería la muerte del derecho si estos magistrados continuaran en la Sala Constitucional”.
Un día después, el 15 de junio, la institución que dirige presentó tres recursos de nulidad contra la Constituyente en el Tribunal Supremo de Justicia, que involucran los dos decretos presidenciales de convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) y los actos administrativos del Consejo Nacional Electoral (CNE).
En menos de un mes, Luisa Ortega Díaz ha chocado contra cuatro de los poderes públicos del país, sin referirse a la AN, dentro de una gran campaña comunicacional dirigida a legitimar su acción contra el Estado, por parte de dirigentes y medios antichavistas.
Por estas evidentes irregularidades en su función, el TSJ admitió este martes 20 de junio un recurso judicial que solicita un antejuicio de mérito contra la Fiscal General de la República, después de que un día antes participara en un acto político en su institución acompañado de consignas llamando a derrocar al Gobierno de Nicolás Maduro.
La justicia como pivote de las acciones contra los Estados
Los documentos internos de las embajadas de Estados Unidos en América Latina de 2007 describen una serie de debates acerca de cómo controlar la influencia de Chávez en la región, dentro de un proceso de deterioro de la posición estadounidense en la región.
Paradójicamente, posterior a este cuadro temporal es que ocurren los golpes de Honduras y Paraguay, en los que la responsabilidad del Departamento de Estado no estuvo del todo clara en sus primeros momentos. Lo que delimitó un nuevo formato de intervención en el mediano y largo plazo donde las responsabilidades directas de capitales y actores estadounidenses se ven rápidamente difuminadas, como si no fueran parte del cuadro político producto de estos golpes.
En el caso paraguayo es más que demostrativo el papel del programa Umbral de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid, por sus siglas en inglés) en la penetración en la policía federal, el Ministerio Público y la Corte Suprema. Todos organismos que fueron especialmente protagonistas en la destitución parlamentaria de Fernando Lugo al producirse la masacre de Curuguaty endosada a su gobierno.
En esa dirección, en los últimos años estas operaciones han ido evolucionando en el uso de la justicia como un pivote para concretar ofensivas golpistas, que involucran otras instituciones como policías, ministerios públicos y servicios de inteligencia. Las cuales han sido presentadas ante las sociedades latinoamericanas a través de complejas campañas culturales destinadas a validar la acción judicial en situaciones presentadas por los medios como insostenibles.
Es decir, trasladan la matriz de pensamiento acerca del papel de la justicia, promovido en los altos funcionarios en los cursos de instrucción, hacia gran parte de las sociedades latinoamericanas con especial énfasis en las clases medias. Bajo el objetivo de construir movimientos ciudadanos anti-corrupción, como los producidos en Brasil con la operación Lavadero de Autos (Lava Jato), y la legitimación de instancias internacionales controladas por personeros del Departamento de Estado, como las de Honduras y Guatemala.
Los movimientos cívicos como legitimadores de la intervención
Un ejemplo claro de esta modalidad se dio en 2015 con el proceso que llevó a la renuncia del presidente guatemalteco Otto Pérez Molina, como consecuencia de la trama de corrupción denominada La Línea, que involucraba a altos funcionarios de gobierno, como su vicepresidente Roxana Baldetti, en una red de sobornos. A simple vista presentado como otro caso de corrupción sistémica de la clase política guatemalteca, atacado al mismo tiempo por la institucionalidad del país por presión de un movimiento ciudadano hastiado de los sobornos.
Sin embargo, todo el proceso estuvo condicionado por una investigación judicial realizada por la fiscalía del país, dirigida por Thelma Aldana, y la Comisión Internacional contra la Impunidad de la ONU (Cicig). La primera profundamente involucrada en el financiamiento de la Usaid, bajo el proyecto Seguridad y Justicia, y la segunda, dependiente del Departamento de Asuntos Políticos de la ONU, dirigido por Jeffrey Feltman, ex subsecretario de Estado para Medio Oriente del presidente George Bush.
Caracterizada por las filtraciones a cuenta gotas, esta investigación escaló progresivamente en la detención de personeros del gobierno a la par que se construía un importante movimiento de indignación, a partir de una coalición ciudadana que iba de ONGs financiadas por la Fundación Open Society de George Soros, hasta la patronal del Cómite Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras.
De esta forma, esta sincronía entre calle y justicia dio lugar a que la presión fuese tal que Pérez Molina no tuviese otra oportunidad que renunciar, unos días antes de que terminara su mandato como presidente. Sin que por eso dejara pasar por alto la oportunidad de señalar a Estados Unidos como responsable de este proceso dirigido por la misma Cicig, que tiempo ante había visto extender su mandato por pedido del entonces vicepresidente estadounidense Joe Biden.
Sin embargo, lo realmente modélico de esta acción es que terminó por legitimar la instancia de la Cicig como organismo contralor de la clase política guatemalteca, canalizando todo el movimiento hacia la candidatura del comediante Jimmy Morales: un outsider del sistema con escasa capacidad de maniobra en la política interna del país.
Formalizando en los hechos un moderno sistema de tutela para el país, que en tiempo y forma se asemeja a lo que ocurre en Honduras con la Misión de Acompañamiento de la Lucha Contra la Corrupción de la OEA, y en América Latina con las investigaciones relacionadas a Odebrecht que se llevan contra la clase política regional, a partir de un expediente armado por el Departamento de Justicia estadounidense.
La Fiscal como pivote de una campaña similar
Luisa Ortega Díaz, en esta dirección, utiliza al Ministerio Público como articulador de una campaña en contra de la Constituyente, que busca ampliar el radio de movilización contra el Gobierno Bolivariano para aislarlo políticamente. Bajo el mismo formato aplicado en otros países en el que la acción de los jueces, fiscales y procuradores son legitimados por la propia opinión pública.
En cierto sentido, su función objetiva es la de erigirse como una figura pública objetiva e intachable que blanquee el salto adelante de otros “chavistas”, supuestamente descontentos con la Constituyente. Aprovechar la confusión para que estos conversos protectores del legado armen una coalición lo suficientemente grande para alejar a quienes se encuentren descontentos con la situación económica, agudizada por los factores internacionales en contra de Venezuela.
Las declaraciones del marido de la Fiscal, el diputado Germán Ferrer, son por demás demostrativas de esta tesis, ya que según su opinión, “junto al ex ministro Miguel Rodríguez Torres hay un grupo del chavismo que se opone a la Constituyente”. De acuerdo a sus declaraciones, además, la única manera de detener esta convocatoria es que “todos los venezolanos, sin distinción política, se unan en una misma voz”.
Lo cierto es que los tiempos políticos del país le han jugado una mala pasada a la fiscal Ortega Díaz debido a que ha quedado totalmente expuesta con sus acciones, antes de que pudiera erigirse uniformemente como la figura que buscaba proyectar hacia los chavistas. Convirtiéndose en una escudera de las protestas violentas de la oposición, y una protegida más de los fiscales y procuradores encargados de tutelar la política latinoamericana.
Todo parece indicar que si su figura no cumple sus cometidos inmediatos en contra del Gobierno, pudiera virar hacia la encarnación de una especie de auxilio a toda acción que se cometa contra el Estado venezolano por el tiempo en que continúe en el cargo. Su función objetiva ya no es, como dice, respaldar la institucionalidad venezolana, sino deslegitimarla lo máximo posible.
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