Autor: Rebeca M. Westphal
Fuente: Texto y fotos Misión Verdad
El ordenamiento del mundo en grandes urbes donde se concentra el capital y zonas periféricas de extracción de recursos y manufactura dinamizó los movimientos migratorios, llegando a su punto álgido a finales del siglo XX, con el establecimiento del modelo neoliberal.
Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en 2015 había 258 millones de migrantes internacionales en todo el mundo, una cifra que triplica los 75 millones que existían en 1965.
La transnacionalización de la vida laboral de millones de trabajadores en todo el mundo configuró el nuevo mapa de los movimientos humanos, trazando las rutas de Sur-Norte y Sur-Sur como las más transitadas en cuanto a flujos migratorios.
Precarizar aún más las condiciones económicas (históricamente en desventaja) de las poblaciones que habitan en países fuera del círculo exclusivo del desarrollo es el saldo que deja la cultura de la “libertad empresarial individual”.
Y es en ese contexto que se debe partir al analizar las causas de fondo de la migración. No pueden los pocos casos de movilización voluntaria representar la generalidad de los grandes desplazamientos conducidos por decisiones que toman las corporaciones multinacionales para abaratar los costos de producción a cantidades irrisorias.
Hay, entonces, un común denominador al caracterizar el perfil del migrante en las rutas más concurridas a nivel mundial, y es la situación de pobreza que los lleva a trasladarse a centros metropolitanos para ofrecerse como mano de obra barata y flexible. De las regiones africanas, asiáticas y latinoamericanas se nutren las cadenas globales del comercio internacional.
Migración africana y el esclavismo neocolonial
El continente africano es un ejemplo de estas políticas de ordenamiento mundial. Como un tablero gigante, las piezas que lo conforman han sido dispuestas según intereses extranjeros desde la expansión colonial europea. El traslado forzado de su población en condición de esclavitud a tierras de Latinoamérica fue hecho para cubrir la necesidad de trabajadores en la tarea de saquear recursos.
En este siglo, y gracias a la mirada de afecto que agentes transnacionales le dan a sus precursores coloniales, es la misma gente del territorio que se desplaza continuamente en búsqueda de condiciones de mínima dignidad en el campo laboral.
El estudio África en movimiento: Dinámica y motores de la migración al sur del Sahara, publicado por la Agencia de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Centro de Investigación Agrícola para el Desarrollo (Cirad), demuestra que ese flujo no solo se da hacia el continente europeo y norteamericano sino que interregionalmente existen importantes movimientos migratorios.
Con 36 millones de migrantes en 2017, representa el 14% de los 258 millones registrados durante ese periodo. En África, el 62% de los habitantes vive en zonas rurales, por lo que la mayoría de los que emigran es gente campesina, calificada como “mano de obra de baja calificación”.
De estos, hay un aumento en el grupo de edad económicamente activo (de 15 a 64 años) que, sumada a la pobre legislación nacional para proteger su estatus migratorio, convierte este fenómeno en un negocio rentable para los que gravitan sobre la explotación laboral en los países africanos.
Occidente no sólo produce las circunstancias para que la población africana se traslade forzosamente sino que se benefician de cada etapa del proceso.
Los países del área subsahariana, sometidos a los intereses extranjeros de la élites norteamericanas que desde principios de 2000 retomaron políticas neocoloniales para proteger su hegemonía de la creciente influencia china en la región, se ajustaron a la Ley de Crecimiento y Oportunidad Africana (AGOA, por sus siglas en inglés), propuesta en la administración de Bill Clinton con el objetivo, según su propia descripción, de lograr “una forma de impulsar el crecimiento y reforzar los ideales democráticos en todo el continente”.
Ese es el telón de fondo que acompaña el drama de las migraciones fronterizas del África subsahariana, donde el 75% del desplazamiento ocurre entre naciones vecinas y se da de lo rural a lo urbano. Parte de ese flujo se traslada a la región de África del Norte, donde el 90% de las migraciones ocurren fuera del continente. Viene entonces la parte más perversa del tránsito africano a la promesa del progreso occidental: el ingreso al Estado fallido libio.
La balcanización de Libia, para dejar al país a merced de cientos de grupos armados enfrentados entre sí, instaló a los intermediarios necesarios para traficar con la población migrante y alterar su estatus de mano de obra barata a la esclavitud.
El Mediterráneo es testigo de la estela de muerte que han dejado los que superan el obstáculo libio para emprender el viaje por vía marítima: 2 mil 726 muertes durante el año pasado, más 476 en las costas del Sahara y el norte de África.
Sin embargo, si el migrante logra filtrarse en las fronteras regionales para ingresar al mercado laboral europeo o estadounidense, no dejan de generarle ganancias a las élites financieras. Kevin Watkin, director de la ONG Save the Children en Reino Unido, relata que, de las remesas enviadas por inmigrantes a África, un 16% queda en las instituciones financieras que hacen la transacción. Anualmente, la cifra de ese impuesto alcanza los 1 mil 800 millones de dólares, suficiente para escolarizar a 14 millones de niños, o que 21 millones de personas reciban agua potable.
América Latina y el terrible ejemplo de la frontera mexicana
A mitad del siglo XX, apenas mitigada la corriente de emigración europea y puesta en marcha la industrialización de los estrenados Estados latinoamericanos, aumentó el movimiento migratorio fronterizo, influenciado por la inserción de trabajadores de las zonas rurales a puestos laborales en las ciudades.
Ocurrió en principio, de países centroamericanos y suramericanos con violencia política y dictaduras instaladas que ensayaban los fundamentos del libre comercio, a ciudades de Estados Unidos y de Venezuela con el fenómeno petrolero que atraía a la captación de esa renta.
Actualmente, instituida la porosidad fronteriza en la región como gesto de la arquitectura global capitalista contemporánea, los países que mejor expresan el flujo migratorio de mano de obra abaratada y refugiados a centros metropolitanos en el continente entero son México y Colombia.
Unas 12.5 millones de personas nacidas en México viven fuera del extranjero. Ese dato aportado por la OIM en el año 2015 ubica al país como el principal en emigración de América Latina y el segundo de origen de migrantes a nivel mundial, después de la India.
Números que no hacen más que expresar las disposiciones neocoloniales de acuerdos de libre comercio, que bajo el empuje diplomático y militar del gobierno estadounidense creó la zona de libre comercio con México y Canadá.
El pacto fue convenido en 1992, y a partir de esa década hasta 2007, 7 millones 440 mil 523 mexicanos cruzaron la frontera hacia Norteamérica, momento más intenso del flujo migratorio, según estudios hechos por el Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos (CEMLA), y que luego comenzó a desacelerarse por los férreos controles fronterizos.
Se manifiesta el mismo patrón del perfil migratorio africano: 58% de la población no alcanza la educación media superior. La desventaja escolar sumada al estado de indocumentado (11 millones no tienen la ciudadanía estadounidense) es justificación suficiente en la inestabilidad laboral a la que se insertan los mexicanos. De hecho, el mercado laboral se ajusta principalmente a tres áreas: servicio doméstico, textiles y manufactura e industria agrícola.
Sólo en 2017, los datos oficiales registraron 412 fallecimientos de inmigrantes al cruzar la frontera, un aumento del 44% con respecto al año anterior.
Vínculos del desplazamiento con el narcoestado colombiano
A pesar de ostentar el primer lugar en cantidad de emigrantes en Sudamérica, el éxodo colombiano está convenientemente silenciado por las autoridades nacionales. Son 4.7 millones de colombianos que, según cifras del Ministerio de Relaciones Exteriores, viven fuera de su país de nacimiento. Esta cifra representaba, para 2013, el 10% de la población total.
Pero el saldo duro de movimientos humanos forzados ocurre fronteras adentro: 7.7 millones de desplazados internos fue la cantidad reflejada en 2017 por la Agencia de la ONU para los Refugiados.
El origen subterráneo de la salida masiva fuera del país y los flujos migratorios internos, con sus puntos altos entre 1998 y la actualidad, tiene que ver con la adaptación del territorio a las exigencias del narcotráfico como nuevo armazón de la economía paralela en Colombia.
La tarea de producir la cocaína que va a saciar el apetito de una población estadounidense con 28 millones de adictos genera los conflictos violentos entre agentes locales que luchan por el control territorial, resultando afectados los habitantes campesinos que muchas veces son usados como escudo humano tanto de paramilitares como de las fuerzas armadas de Colombia.
Conocidos los departamentos donde es mayor la emigración (Bogotá con 18.27%, Antioquia con 13.79%, Valle del Cauca con 10.16%, Cundinamarca con 5.56%, Santander con 4.72% y Atlántico con 4.47%), se hace la relación de los principales carteles de la droga instalados allí.
Con estatus de refugiados, existen 400 mil habitantes colombianos esparcidos por el planeta. Al negocio de la droga hay que sumar los terrenos entregados a multinacionales como la Cargill y la Monsanto, que necesariamente requieren del despojo de los pobladores en beneficio de las transnacionales.
Un Estado que no está ausente por coincidencia sino por complacencia del capital financiero internacional es el que habilita los corredores de gente que acepta ingresar de forma irregular a cualquier mercado de explotación laboral, con tal de abandonar las áreas donde la vida política es delegada a estructuras paramilitares.
Radiografía migratoria: el extraño caso de Venezuela
Del esbozo hecho al perfil de los que componen las principales corrientes migratorias en las regiones de África y América Latina se saca una conclusión: la economía de libre comercio promueve la pauperización de los Estados periféricos, los conflictos interregionales que fraccionan el territorio y la acentuación de una estructura paralela, de contrabando, para adquirir sin mucho costo de inversión la materia prima con la que harán los productos que luego inundarán los mercados de esas localidades.
El común de los habitantes, sin posibilidad de contrarrestar esta transformación de la vida social, dispone su humanidad a transitar los caminos que la globalización le ofrece para sobrevivir a la lógica de la mercancía y el consumo. Venezuela, hoy, es un caso de estudio debido a la excepcionalidad que tiene en este patrón neoliberal.
Habría que iniciar diciendo que no existe en los antecedentes históricos del país un precedente destacado de movimientos migratorios fronteras afuera. Al contrario, en todo el siglo XX la tendencia fue de ser receptor de una variedad heterogénea de migrantes.
Por un lado, de las oleadas de migración europea que, atraídos por el auge petrolero y aupados por políticas migratorias flexibles (en la dictadura de Marcos Pérez Jiménez se estableció la política estatal de “puertas abiertas” y la promulgación de la Ley de Naturalización).
Por otro lado, recibió a poblaciones del resto de la región con realidades específicas enmarcadas en la violencia política: a las corrientes migratorias colombianas, la población que huía de conflictos armados en Centroamérica, los refugiados de dictaduras en Chile, Argentina, Uruguay y Ecuador, así como de países caribeños en la misma condición (República Dominicana y Haití).
Además, otro grueso de los inmigrantes que reconfiguraron la demografía venezolana llegaron a recoger las sobras que el extractivismo petrolero regaba. La industrialización del país tenía suficiente plaza para aceptar la mano de obra barata que llegara.
En el breve lapso de quiebre de la abundancia en Venezuela, la adopción del paquete neoliberal y la respuesta del Caracazo, este flujo de entrada extranjera se revirtió para, a continuación, dar otro impulso con la instalación del gobierno del presidente Hugo Chávez.
Con un pacto social dirigido a la redistribución justa de la renta petrolera, el Estado venezolano dio espacio a que los venezolanos conocieran de beneficios que son, en términos globales, exclusivos de la ciudadanía consumista del Primer Mundo.
La mención de algunos de estos privilegios (reducción de la desnutrición, protección al trabajador asalariado, acceso gratuito a la educación en todos los niveles, salud pública, derecho a la vivienda, créditos para inversiones, equipos tecnológicos a bajo precio) puede bosquejar el alto perfil de consumo que se fue constituyendo en la población. Pero ninguno ilustra tan bien la inserción del pensamiento clase media como la cultura cadivera.
Ese hecho residual del comportamiento rentista que, en los momentos más altos de los precios petroleros, arropó a todos los estratos de la sociedad, fue el agente tóxico que agravó un sistema de pensamiento colectivo chavista (bastante prematuro) de arraigamiento con el territorio.
La migración venezolana post-sanciones financieras, de alta volatilidad en la población joven, debe tener en cuenta ese aspecto. El migrante que sale de las fronteras venezolanas tiene casi dos décadas sin participar en la lógica depredadora del capitalismo. Protegido por el Estado, sus características distan mucho de los desplazados de otras regiones.
Según el Informe de Movilidad Humana Venezolana 2018, realizado por el Servicio Jesuita para los Refugiados de Venezuela (SRJ), el 59.2% de las personas que emigran de Venezuela poseen estudios universitarios, 64.7% emplean ahorros para irse del país y 45.3% vendió propiedades (casa, carro, muebles de casa, ropa).
Este dato en sí establece una diferencia con las migraciones en Latinoamérica y África, relatadas en este trabajo, y que a su vez, coloca a la migración venezolana en un caso extraño y motorizado por rasgos de vacío cultural y nacional precipitado por el consumo y el desarraigo.
Contar con un nivel profesionalizado es un elemento que coloca al migrante venezolano en la clasificación de mano de obra altamente calificada y, sin embargo, cuando parte a otros países de Latinoamérica, recibe el mismo trato que cualquier otro migrante: el abuso laboral y los ataques xenofóbicos por amenazar las condiciones laborales de los ciudadanos anfitriones.
El otro dato que lo diferencia de la tendencia en flujos migratorios globales es que las principales corrientes provienen, a excepción del estado fronterizo de Táchira, del cono urbano del país (Distrito Capital 17%, Carabobo 11.6%, Aragua 7.4%, Lara 6.7%), mientras que en los estados del interior las tasas se mantienen en un promedio de 3% del total de la población.
El arrebato emocional que conduce a la migración, producto de la alteración de los niveles de consumo y el saboteo de dos sectores vitales para el funcionamiento normal de un país, como la salud y la alimentación, efectos del cerco financiero internacional y amplificados por las plataformas mediáticas que, además, ocultan a los autores del daño económico nacional, tiene en las mentes concentradas en ciudades mayor asidero que en las que habitan las periferias del territorio venezolano.
Una radiografía comparada con las migraciones en Latinoamérica y África, relatadas en este trabajo, colocan a la migración venezolana como un caso extraño. No se produce a partir de persecuciones paramilitares, guerras civiles, exacerbación de la violencia política o crisis humanitaria de alto impacto.
Es, más bien, motorizada por rasgos de vaciamiento cultural y nacional, precipitados a su vez por el consumo y el desarraigo de la globalización, que en sectores específicos como la clase media describe a profundidad cómo el rentismo petrolero sigue siendo una traba para la construcción de una identidad sólida y propia, que resista los avatares de una crisis económica y genere la inspiración en el alma para reconstruir el lugar donde nacieron.
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